domingo, 30 de octubre de 2011

Capítulo 4

Su nombre era Belinda. Sí, igualito que la cantante pop. Humberto Gazca la había conocido en persona a principios de 2007, en el bar donde él solía presentarse con su banda, aunque en realidad tenía contacto con ella desde un par de meses atrás, por medio de ese invento entre celestial y maléfico que era el MySpace (facebook y Twitter aún  no existían o no estaban generalizados). Ella lo había localizado y le había pedido ser incluida como su amiga en aquella página de internet que a regañadientes él había abierto apenas unas semanas antes. Se hicieron buenos camaradas a distancia y luego decidieron conocerse en persona, dado que la joven, a pesar de ser provinciana (como ella misma se definía), vivía y estudiaba en el Distrito Federal.
  MySpace, blogs, correo electrónico, instrumentos cibernéticos que aún no existían cuando Gazca apostaba su vida por Ángela, apenas una decena de años atrás. Eso para no hablar de cosas como los DVD, los iPod, los teléfonos celulares con mil aplicaciones, los archivos MP3, YouTube, los uesebés y un sinfín de adminículos que supuestamente hacen más fácil y llevadera la vida contemporánea. Él, sin embargo, era muy reacio a algunos aspectos de esta oleada tecnológica que tenía invadida, inundada, a la existencia cotidiana de la gente, aunque su rechazo poco a poco fue disminuyendo y había terminado por ceder. Un ejemplo claro, el del celular. Durante años, Humberto se negó a tener uno y hasta se jactaba de ello y de que no lo necesitaba, etcétera. Sin embargo, al final terminó por adquirirlo y hasta le gustó. Eso para no hablar de que en esos días tenía dos MySpace (uno personal, otro para su grupo) y dos blogs y que solía visitar YouTube para ver videos de la más disímbola temática. Pero regresemos con Belinda, la singular Belinda. 
  El destino suele jugar extrañas pasadas y una de ellas se relacionaba con esta joven morena y guapa (bueno, él la veía guapa), quien de uno y diversos modos tenía mucho que ver con Ángela. Algo había de parecido físico (hubiese podido ser quizá la hermana menor de la fotógrafa), algo poseía de su carácter (fuerte, impulsivo, dominante, mandón, incluso impositivo; la una era Aries –Ángela-, la otra era Leo –Belinda-, ambos signos de fuego) y para colmo, su novio (porque Belinda tenía novio formal, tan formal que vivía con ella y con todas las intenciones de casarse en poco tiempo) era percusionista en una banda mexicana de ska y guardaba una gran semejanza con Mauro, “El Piporro”, aquel músico de La Móndriga Crisis, rival de amores de Humberto (o en la cabeza de Humberto), quien muriera durante un slam, al estrellar su cabeza contra el piso de un antro. Pues el novio de Belinda era casi un clon de Mauro, tocaba en un combo malísimo llamado Tequila Sound Machine (“parte del movimiento ska mexicano”, según rezaba su lema) y ejercía una extraña atracción sobre la joven de veintitrés años…, la misma edad que tenía Ángela cuando Gazca la conoció en 1993. 
  Belinda trabajaba como asistente personal de Humberto. Él mismo le pagaba un sueldo “simbólico”, con tal de que ella le llevara su agenda. Esto había generado cierto malestar entre las amigas más cercanas al periodista, quienes no miraban con buenos ojos que aquella joven estudiante de comunicación se hubiese convertido en su mano derecha y ejerciera tanta influencia sobre él.
  -No me gusta lo que veo –le dijo una noche Montserrat. Sí, la misma Montserrat por quien Humberto prácticamente había enloquecido de amor a lo largo de siete largos y tremebundos años, un enamoramiento obsesivo y demencial que llegó a parecer interminable y que finalizó de manera asombrosamente repentina. Ahora, él y ella eran muy buenos amigos y hasta confidentes. 
  -¿Por qué?
  -Porque te estás enamorando de un imposible y yo sé lo que te sucede cuando te enamoras así, como que lo viví en carne propia.
  Era cierto. Si alguien podía decir la clase de ente incontrolable en que se transformaba Humberto Gazca cuando perdía la cabeza por una mujer, ésa era Montserrat, más aún que la propia Ángela. Por eso trataba de hacerlo entrar en razón.
  -Belinda puede ser muy buena onda contigo, pero no te ilusiones con ella. Tú mismo me cuentas que vive con alguien, que está con alguien desde hace dos años y que hasta tienen planes matrimoniales. Muy bien: viene a visitarte a tu casa, la ves, la pasan de maravilla ¿y? Después se va a su departamento para estar con su güey, para besar a su güey, para acostarse con su güey, para coger con su…
  -¡Ya entendí, ya entendí!
  -¿Te parece bien? ¿No crees que te mereces algo mejor que eso? Yo pienso que sí, que te mereces algo mucho mejor.
  -Pues sí, pero…
  -¿Por qué no regresas a tu teoría de las amigas amantes? ¿No que ya no te ibas a enamorar y que tendrías a puras amiguitas cariñosas? ¿Tan pronto te vas a desdecir? ¿Tan rápido vas a desistir?
En efecto, Gazca había dedicado los meses más recientes a predicar las ventajas de ser amante. En sendos artículos que públicó en su propia revista, lanzó una serie de argumentos según los cuales lo mejor y lo más recomendable para no sufrir en el amor era dejar de jugar el papel del marido o el novio que teme ser engañado o que de hecho es engañado -y quien por tanto suele ser víctima de los celos- y adoptar el rol del amante, con todas las ventajas que esto otorga a quien lo practica con habilidad y sapiencia. Sin embargo, no había tardado mucho en recaer. La simpatía inicial que había despertado
Belinda en él no tardó en trocarse en atracción y, más temprano que tarde, en total y absoluto enamoramiento.
  Para finales del año de gracia de 2007, Humberto Gazca había recuperado -y no precisamente a su pesar- su verdadera naturaleza: la de enamorado sumiso, ciego, irrazonable, visceral, imprudente, apasionado. Lo que de esto se derivaría, lo que semejante situación provocaría (dados los muchos antecedentes desastrosos que sus más próximos conocían de sobra) era algo impredecible en sus detalles, aunque perfectamente predecible en sus consecuencias y éstas no eran las más deseables.


miércoles, 26 de octubre de 2011

Capítulo 2

Diez años es un largo tiempo. Tal vez no lo sea en términos cósmicos o desde un punto de vista histórico, mas para un individuo tan simple, insignificante e infinitamente microscópico como Humberto Gazca, diez años resultó un lapso capaz de cambiar su vida de manera radical. ¿Qué quedaba ahora, en los inicios de la segunda mitad de la primera década del siglo veintiuno, del Humberto de los inicios de la segunda mitad de la última década del siglo veinte? ¿Qué había aún de aquel sujeto, más o menos patético, quien por amor se vio inmiscuido en una serie de lamentables incidentes que derivaron en la muerte de tres hombres, todo para que finalmente las cosas siguieran como se encontraban en un principio? ¿Qué restaba de él, de ese periodista sin trabajo fijo, quien apasionado hasta la ceguera por una mujer se creyó capaz de asesinar y de cometer actos que antes jamás habría imaginado? Diez años es un largo tiempo y durante ese periodo algunas vidas suelen cambiar sobremanera. Ese era el caso de Humberto Gazca.
  Mucho quedaba, claro, del Gazca inseguro, tímido, introvertido, dubitativo, pero al mismo tiempo mucho había cambiado dentro y fuera de aquella personalidad. Su situación resultaba tan diferente que ahora su nombre era relativamente conocido en algunos medios, muy en especial en el del periodismo y no sólo el que se relacionaba con el rock. Diversos hechos afortunados lo habían colocado en la dirección de una revista de música y cultura y, gracias a ello, también colaboraba con una columna semanaria en uno de los diarios más importantes de México. Había publicado una novela semibiográfica, otra más aguardaba el dictamen de una editorial y hasta se había dado el lujo de fundar a su propia banda de rock, presentarse con ella en diversos foros y empezar a grabar su primer disco de manera independiente. Para un tipo que rebasaba el medio siglo de vida, aquello era algo francamente recompensante.
  En cuanto a su relación con las mujeres, también en ese punto las cosas eran distintas. Por alguna extraña razón que el propio Humberto adjudicaba a la intervención desde el más allá del espíritu de su padre, fallecido tres lustros atrás, a lo largo de los más recientes meses su suerte con el sexo femenino se había trocado de la manera más luminosa y feliz. Habrá que decir que al poco tiempo de superar su enfermizo y obsesivo enamoramiento con Ángela Miranda, la fotógrafa que por cerca de tres años convirtió su vida en un celestial infierno, recayó en el mismo patrón, repitió un idéntico esquema, se envolvió en una bandera igualmente enfermiza y obsesiva con otra mujer aun más joven que Ángela, una comunicadora tamaulipeca que conoció por internet y de quien se enamoró perdidamente. Sólo que esta situación no duró tres, sino siete años. Pero ya habrá tiempo y espacio para hablar más adelante de eso. El caso era que en su presente había más mujeres que nunca en toda su vida: amigas, amantes, amigas-amantes, amigas-semiamantes, amigas confidentes. Era un panorama dispuesto de tal forma que cualquiera lo vería como el Paraíso prometido por las religiones. Sin embargo, Humberto Gazca no era feliz. Había cometido un grave error: se había enamorado de nueva cuenta.