Mucho quedaba, claro, del Gazca inseguro, tímido,
introvertido, dubitativo, pero al mismo tiempo mucho había cambiado dentro y
fuera de aquella personalidad. Su situación resultaba tan diferente que ahora
su nombre era relativamente conocido en algunos medios, muy en especial en el
del periodismo y no sólo el que se relacionaba con el rock. Diversos hechos
afortunados lo habían colocado en la dirección de una revista de música y
cultura y, gracias a ello, también colaboraba con una columna semanaria en uno
de los diarios más importantes de México. Había publicado una novela
semibiográfica, otra más aguardaba el dictamen de una editorial y hasta se
había dado el lujo de fundar a su propia banda de rock, presentarse con ella en
diversos foros y empezar a grabar su primer disco de manera independiente. Para
un tipo que rebasaba el medio siglo de vida, aquello era algo francamente
recompensante.
En cuanto a su relación con las mujeres, también en ese
punto las cosas eran distintas. Por alguna extraña razón que el propio Humberto
adjudicaba a la intervención desde el más allá del espíritu de su padre,
fallecido tres lustros atrás, a lo largo de los más recientes meses su suerte
con el sexo femenino se había trocado de la manera más luminosa y feliz. Habrá
que decir que al poco tiempo de superar su enfermizo y obsesivo enamoramiento
con Ángela Miranda, la fotógrafa que por cerca de tres años convirtió su vida
en un celestial infierno, recayó en el mismo patrón, repitió un idéntico
esquema, se envolvió en una bandera igualmente enfermiza y obsesiva con otra
mujer aun más joven que Ángela, una comunicadora tamaulipeca que conoció por
internet y de quien se enamoró perdidamente. Sólo que esta situación no duró
tres, sino siete años. Pero ya habrá tiempo y espacio para hablar más adelante
de eso. El caso era que en su presente había más mujeres que nunca en toda su
vida: amigas, amantes, amigas-amantes, amigas-semiamantes, amigas confidentes.
Era un panorama dispuesto de tal forma que cualquiera lo vería como el Paraíso
prometido por las religiones. Sin embargo, Humberto Gazca no era feliz. Había
cometido un grave error: se había enamorado de nueva cuenta.
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